DIOS HACE, EL HOMBRE SE DEJA HACER
Hubo una vez, hace mucho ,mucho tiempo
un obispo que dio mucha luz a mi vida.
Cuando lo conocí vi en él algo distinto. Su cercanía y espontaneidad
con los niños a los que llamaba la atención el gran crucifijo que colgaba de su
pecho y que él les mostraba dejando que
lo besaran. Fue la persona que nos firmó un hermanamiento que mi parroquia
realizó con una misionera de Bolivia, en la que emprendimos un hermoso proyecto
misionero.
Su cara ya me sonaba, yo había trabajado un verano en el norte de
España, como niñera con una familia que
el visitó pues debían tener amistad o ser familiares. Era la primera vez que yo
veía a un Obispo visitar a una familia y jugar con los más pequeños de la casa.
Al paso del tiempo, coincidió con aquel hermanamiento que os he contado. Y ahí
fue, que un buen día, decidí escribirle para contarle una inquietud que crecía
en mi corazón; el de crear un pueblo donde una comunidad cristiana viviéramos
en acogida de los más necesitados y en clave de misión.
Desarrollé aquel proyecto durante meses, hasta que tuve un boceto de la
idea, y se la envié con una carta de presentación.
Supuse, que si aquello no era de Dios, la carta pasaría desapercibida o
que incluso me contestaría algo así como; “déjate de bobadas y sigue una vida
normal.” Sin embargo, ocurrió, que su secretaria, me llamó por teléfono para
darme una cita, ya que Don Eugenio Romero Pose quería hablar conmigo
personalmente.
Aquel encuentro marcó un antes y un después en mi vida; porque… ¿Quién
era yo para que un obispo me recibiera? Pero lo más sorprendente para mí fue
que lejos de espachurrarme aquella inquietud, despejó todos los peros que yo
iba poniéndole, hasta dejarme sin palabras. Verdaderamente, aquel Obispo, me
estaba invitando a poner por obra aquello que había escrito. Me animó a una
conversión radical, a dejarme guiar por el Espíritu Santo, a no perder el
espíritu misionero… y confiar en Dios. Si era de El… pondría los medios. Lo
importante, era empezar por lo pequeño y dejarse hacer por Dios.
No os creáis que aquella conversación quedó en unas palabras de ánimo.
No. Don Eugenio, se convirtió en un amigo, que me acompañó y asesoró durante
los cinco años siguientes en los que seguí trabajando y orando por la fundación
de aquel proyecto. Todos los años quedábamos y charlaba conmigo. Cuando esto no
se pudo hacer, le escribía contando mi
proceso junto a los pasos que iba dando
para encontrar mi vocación. Ya que fuera del proyecto, busqué en sitios que ya
estaban constituidos.
El año que regresé a Madrid, después de dos años de prueba con un
movimiento, me enteré que estaba
enfermo. Nada menos que cáncer terminal.
Pensé que no me recibiría. Que tendría muchas cosas que hacer antes de
morir que verme a mí. Pero lo hizo. Y
subiendo a su despacho, en el ascensor,
(el venía de una reunión) me comentó:
-Silvia… estas reuniones que hacemos los obispos no sirven para nada.
Son una pérdida de tiempo… Voy a contarte lo que de verdad importa en esta
vida…
Y aquel Obispo, comenzó a emitir luz en sus palabras. Una luz con sabor
a eternidad. Llena de un amor a Dios incalculable, que me hacían desear ser
Santa. Una luz entrañable, donde aquel obispo (que unos años después supe lo realmente
importante que era), me estaba regalando
a mí, que no era nadie, un pedacito de eternidad. Y supe, lo supe muy bien… que
se estaba despidiendo ya de este mundo, de las cosas de la tierra y de mi… tan
sólo unas semanas después, acudí a su funeral. Y lloré. Lloré más que una
magdalena. Porque un padre se me iba, y lo confieso; por primera vez en mi
vida, me sentí huérfana.
Pero en lugar de ser Santa, en lugar de seguir luchando por aquel
proyecto que emborrachaba mi corazón… lo escondí en un cajón donde acumuló
telarañas, y corroída por la desesperanza de no haber encontrado mi camino…
entré en crisis. La crisis no vino por la muerte de Don Eugenio. La crisis ya
estaba conmigo desde que había regresado de aquella experiencia. Pero al morir
Don Eugenio, hombre sensato , de gran discernimiento , que había creído en que
Dios quizá quería hacer algo conmigo fuera de lo común, aquel proyecto también
murió en mi corazón. Ya que fuera de él, sólo dos personas más me animaban a
continuarlo. Y la verdad, no sabía por dónde continuar.
Lo que pasó después, ya lo conocéis los que habéis leído el libro
“Arrojad a los demonios.”
Voy con mucha frecuencia a visitar la tumba de Don Eugenio, que como
sabéis está en la cripta de la catedral de la Almudena, en Madrid. A veces
apoyo mi cabeza sobre la piedra fría que conserva sus restos. Si alguna vez pasáis por allí y veis a una
chica, como hipnotizada delante de el, seguramente sea yo. Porque siempre me
quedo hablando con el. Estoy segura de que de haber sobrevivido a aquel cáncer
que se lo llevó, me habría acompañado en todo mi proceso de liberación. Es más.
Estoy segura, de que él mismo, me habría rezado. Estoy completamente segura, de
que el, me hubiera apoyado en este proyecto en el que me he embargado, de
defender y sacar adelante el Exorcismo en España.
Y no me da vergüenza pecar de lo que me queráis tildar. Hay
maquinarias cuyo movimiento se apoya desde una pequeña pieza,
tan pequeña y escondida como un simple tornillo o tuerca. Si esta tuerca no
estuviera en su sitio… la maquinaria deja de funcionar. Me ha tocado a mí ser
una de esas tuercas dentro de la Iglesia…y cada uno de vosotros, sois las otras
piezas. Si cada pieza está en su sitio, cumpliendo su misión, la maquinaria
funciona. Pero si algo obstruye… nada funciona. En este caso… sois algunos obispos,
los que estáis obstruyendo la maquinaria del Exorcismo: Los obispos que perdéis
el tiempo en “reuniones que no sirven para nada”; los que no os dejáis
guiar por el Espíritu Santo; los que no tenéis corazón misionero; los que no
tenéis tiempo para sentaros a hablar con los más pequeños de la Iglesia. Los
que… más quisierais llegarle en caridad a Don Eugenio,
siquiera a los talones.
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